El baño de sonido que no pagué
- Thalien Colenbrander
- 8 oct
- 3 Min. de lectura
No se suponía que fuera nada especial. Solo unas horas en el campo, a las afueras de Chiclana, un miércoles cualquiera de octubre, con mi amigo Sebastián. El sitio pertenece a su familia. Es básicamente una casita medio derruida en medio de la nada, rodeada de campos secos, tres caballos y dos burros. Y un estanque con tortugas salvajes. Seba va allí todos los días a cuidar de los animales. A mí me encanta acompañarlo de vez en cuando porque el lugar es pura paz. Y casi no hay cobertura ,que me encanta.
Él fue a dar de comer a los burros y al caballo, llenando cubos de plástico con pienso seco, y yo me apoyé en la valla a mirar.
Tío Pepe, el burro pequeño, parecía un juguete que alguien se olvidó de meter dentro. Lo dije en voz alta, nos reímos, y luego Seba se alejó para buscar más comida. Yo me quedé allí, confirmando mentalmente que sí, que este lugar era el paraíso. Cerré los ojos un momento para empaparme bien de la experiencia.
Y fue entonces cuando me di cuenta.
Tres animales, tres distancias, tres ritmos. Un crujido circular. Masticar. Moler. El burro, rápido y ruidoso; el caballo, más lento y pesado. De vez en cuando, una pezuña golpeaba la tierra seca. Tump. Luego el rabo del caballo cortaba el aire rítmicamente para espantar las moscas. Wshh Wshh. De repente entendí que estaba en un baño de sonido. Uno real. Sin cuencos, sin palos de lluvia ni flautas nativoamericanas, sin gente tumbada sobre esterillas esperando la trascendencia. Solo animales comiendo, el viento moviéndose, y el campo andaluz cantando su propio canto.
El viento hacía su propia música. Entre las ramas del árbol sobre mi cabeza, sacudía las hojas sshh tsshh. A través del llano suspiraba fffff. Alrededor de la casa se enroscaba whooo whooo.
Incluso la energía del sol parecía tener su propio sonido. No uno que pudiera oír técnicamente, pero sí un zumbido silencioso y constante, sosteniendo todo. Como un drone que mantiene unida toda la composición.
Me sorprendió lo hermoso que era. Y lo fácil que fue entrar en ello, en cuanto cerré los ojos. Curioso, ¿no? Paso horas planeando, afinando y preparando baños de sonido… y ahí estaba, perfecto, gratis. Tocando para mí dos burros y un caballo con pésimos modales en la mesa.
Y quizá lo más bonito: en ese campo no hubo ningún “mensaje espiritual”. Solo sonido. Solo la vida haciendo lo suyo. Tan jodidamente mundano. ¿Fue Einstein quien dijo: “Solo hay dos maneras de vivir la vida. Una es como si nada fuera un milagro. La otra, como si todo lo fuera”?
Seba venía de vuelta cuando abrí los ojos otra vez. Tío Pepe se alejó mientras el burro grande se acercaba al cubo para robar los últimos granos que quedaban en el fondo. El caballo seguía masticando. Slushhh... una segunda ración de avena, maíz y cebada se deslizó de la bolsa al cubo. Y pensé: esto también es sanación por sonido. Un burro de juguete masticando. Un coletazo de caballo. El calor del sol zumbando. El vaivén del viento.
Y entonces surge la gran pregunta: ¿los sonidos sanadores solo sanan cuando realmente les prestamos atención? Podemos llevar a un caballo sediento al agua, pero solo se beneficia si baja la cabeza y bebe. Del mismo modo, ¿necesitamos escuchar conscientemente y “beber” de esos sonidos para que realmente nos sanen?Ese será el tema de mi próximo post. Pero mientras tanto, me intriga saber qué piensas tú!




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