El lenguaje del sonido
- Thalien Colenbrander
- 8 nov
- 5 Min. de lectura
Siempre me han fascinado los idiomas. En particular, la etimología y la adquisición del lenguaje, así como la mecánica misma de cómo producimos los sonidos: cómo moldeamos la boca, la lengua y la garganta para crear ciertas vibraciones que, de algún modo, se transforman en habla.
Crecí en un entorno muy internacional. Mi padre es neerlandés, mi madre armenia, y pasé mi infancia en Inglaterra y en Italia. En Italia fui a un colegio europeo, donde cada día estaba rodeada de idiomas hablados a nivel nativo: francés, inglés, alemán, neerlandés, italiano y más. Recuerdo que me intrigaban los sonidos tan característicos de cada lengua, y me divertía imitando acentos y fonéticas por puro placer. Me fascinaba cómo la capacidad de pronunciar ciertas sílabas resultaba natural para los hablantes nativos, y sin embargo, cuando aprendemos un idioma nuevo más tarde en la vida, nuestro acento original siempre se aferra a nosotros.
De hecho, cuando era (muy) pequeña, creía que las personas nacían con la capacidad incorporada para hablar el idioma de su cultura, como si los sonidos estuvieran codificados al nacer. Nunca se me ocurrió que si me hubieran secuestrado de bebé y criado en una tribu africana, ¡hablaría su idioma y no neerlandés o armenio! Claro, era pequeña, pero tiene sentido que pensara en el lenguaje como un tipo de “programación”. Porque, ¿no es asombroso que, por ejemplo, un niño francés de cuatro años pueda pronunciar perfectamente palabras en francés, mientras que algunos adultos que estudian el idioma quizá nunca lleguen a lograrlo del todo, incluso después de años? Sí, es cierto, no partimos de una hoja en blanco como los niños, pero aun así me parece fascinante. Podría decirse que desde muy temprana edad ya me preguntaba por los sonidos del habla humana: cómo se producen, se transmiten y se perciben.
Muchos años después, a través de mi estudio y práctica del yoga, esa curiosidad me llevó a interesarme por el sánscrito, la antigua lengua de la India. En la tradición yóguica, los sonidos que conforman el sánscrito no fueron inventados por humanos con fines comunicativos. Más bien, surgieron de una experiencia humana refinada de la naturaleza de la existencia: los antiguos sabios los “escucharon” en estados profundos de meditación. Notaron que el sonido no es aleatorio, sino que sigue el diseño de nuestro aparato vocal.
Este concepto me fascinó, y como ya amaba cantar mantras yóguicos, tenía sentido profundizar para comprender mejor esta lengua mística.
Para usar realmente el alfabeto sánscrito como mantras, resulta esencial aprender no solo el poder interno de los sonidos, sino también su correcta pronunciación. Esto se debe a que el sánscrito se basa en una comprensión precisa de la ciencia del sonido, la cual forma la base de la práctica de mantra. Los sonidos encierran muchos secretos en cómo se pronuncian y cómo impactan nuestras cuerdas vocales y nuestro sistema nervioso. Cada sonido toca una cuerda diferente dentro de nosotros, podríamos decir.
El alfabeto del sonido
Si observas la estructura del alfabeto sánscrito, verás que no está organizado por convención sino por fisiología. Las letras avanzan según el lugar y la manera en que se forman en la boca y la garganta, desde la parte posterior del paladar hasta los labios. Cada fonema corresponde a un movimiento, una posición y una vibración específicos en el cuerpo.
Y eso es precisamente lo que hace único al sánscrito: es un idioma cuya estructura refleja la anatomía humana. Cuando lo entonamos, estamos literalmente activando la secuencia natural del sonido que vive dentro de nosotros. Para alguien apasionada por los idiomas, el yoga, la somática y el canto —como yo—, ¡esto es realmente una combinación perfecta!
Mantra y la ciencia del sonido
Los mantras están formados por sonidos “semilla”. Son esencialmente fórmulas que combinan las sílabas primordiales del sánscrito en patrones precisos de vibración. Cuando se repiten con atención y respiración consciente, generan efectos energéticos específicos —no solo psicológicos, sino también fisiológicos.
La investigación moderna respalda lo que los antiguos practicantes ya sabían. El Dr. Dharma Singh Khalsa descubrió que el canto estimula la glándula pituitaria, situada apenas a unos milímetros detrás del paladar. Esto influye en el equilibrio hormonal, fortalece el sistema inmunitario y nervioso, y ayuda a regular las respuestas al estrés. En términos simples: el sonido reorganiza el cuerpo. ¿No es increíble?
El instrumento humano
Tomó milenios para que la voz humana evolucionara hasta convertirse en el instrumento flexible y resonante que usamos hoy. Cientos de diminutos músculos controlan los pliegues vocales, la lengua y la mandíbula. La precisión con la que articulamos el sonido es uno de los movimientos más sofisticados del cuerpo.
Cuando cantamos en sánscrito, utilizamos este instrumento de forma consciente. La pronunciación correcta no tiene que ver con dogmas, rigidez o respeto ciego a la tradición —ni siquiera con evitar la apropiación cultural—; tiene que ver con alinear la vibración con su origen físico.
Los tres sonidos primordiales
¿Cómo funciona todo esto? El sánscrito tiene 50 letras, pero veamos las tres vocales primordiales que forman la base de todos los demás sonidos: A, I y U. Son la raíz de la sílaba sagrada AUM (considerada el sonido primordial de la creación), y representan tres fases de movimiento dentro del cuerpo.
A (como en “amor”) es el sonido abierto de la existencia misma: sin esfuerzo, sin forma, expansivo.
I (como en “pino”) aporta enfoque y dirección. Es el punto de contracción donde la energía toma forma.
U (como en “fluir”) redondea la vibración hacia afuera, llevándola más allá del cuerpo, hacia el espacio.
Cantar estas vocales en secuencia una y otra vez produce un cambio tangible en la energía. Puedes sentir cómo A resuena en el abdomen, I asciende por la garganta y U se reúne en los labios antes de proyectarse al aire. Este movimiento refleja el ciclo natural de la expresión: del ser, al devenir, a la liberación —una representación esencial del ciclo vida-muerte.
Escuchar, no solo emitir
Este es el corazón del Nada Yoga: usar el sonido para refinar la conciencia. No se trata de sonar bonito ni de musicalidad, sino de precisión, presencia y ritmo. Cuando pronunciamos un sonido con claridad, empezamos a sentir su ubicación exacta y su efecto. Con el tiempo, escuchar se vuelve tan importante como producir el sonido, y se transforma en un bucle continuo de emitir y escuchar.
En mi clase de Hatha Nada Yoga los viernes por la mañana, exploramos estos principios a través del movimiento, la respiración y la voz. Es una práctica simple pero poderosa: una que reconecta el lenguaje, la fisiología y la conciencia en un solo acto de escucha. La combinación de Hatha y Nada amplifica los efectos de ambas disciplinas, llevando a un estado profundo de tranquilidad y, al mismo tiempo, potenciando la energía vital, la claridad mental y el enfoque.
Porque, al final, el sonido no es solo algo que hacemos. Es algo que también nos recordamos.




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